Nápoles XXI

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Prostitutas, inmigrantes, apostadores, contrabandistas, indigentes, borrachos, drogadictos, lisiados, ladrones de poca monta; en fin, toda la marginalidad de la especie se da cita en unos pocos cientos de metros cuadrados. Quien piense que Bukowski está muerto es porque nunca caminó los alrededores de la estación de tren de la Nápoles del siglo veintiuno: el exceso de fracasos flotando en al aire asfixian mucho más que un mayo pegajoso que se anticipó al verano.

En la calle Firenze número 32 hay un hostel de mala muerte con habitaciones compartidas. Está mugriento, el baño se tapa y no anda bien la luz ni el wifi, pero cuesta solo once euros por noche. Lo administra Luca, un ex técnico de informática que vive quejándose de su trabajo y solo piensa en engrosar el listado de nacionalidades de mujeres que logró cogerse. Cuando el albergue está lleno —casi siempre— informa con naturalidad a las turistas que queda un lugar disponible en su propia cama. Sorprendemente, le funciona.

La mayoría de los viajeros se quedan allí uno o dos días y están enojados con ese sudoroso rincón de Europa que no se parece en nada a Europa. Nápoles es un desastre, está hecha pedazos, es sucia e insegura, dicen. Hay uno, sin embargo, que está fascinado con la metrópolis y reservó cama para todo el mes.

Es un fotógrafo parisino con una cámara de los ochenta que lleva en una bolsa de residuos. Se levanta religiosamente a las cuatro de la mañana y sale a la calle a sacar fotos. Se mete en todos lados, incluso en los barrios controlados por la malavita, la mafia. Casi siempre retrata personas en movimiento; son imágenes en blanco y negro, borrosas y granuladas por la falta de luz. Luego de un par de semanas se ganó la confianza de algunos inmigrantes africanos que hablan francés. Cuenta las historias que le cuentan: cruces de desiertos, deportaciones repetitivas, cárcel, torturas, demasiados hermanos muertos por el camino. Horas y días y meses y años de espera para atravesar el mar.

Basta salir a la calle a la mañana o a la noche para ver a los negros que están siempre ahí, en grupitos, del otro lado del Mediterráneo pero aún esperando. No saben el idioma y menos que menos saben qué es lo que esperan. Nápoles le grita en la cara a ese Mundo que más que Viejo está decrépito, y que quinientos años de jugos gástricos repartidos por todo el planeta han comenzado a fagocitarlo.

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